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Un cuerpo en el centeno por Ernesto A. Guerra Valdés. Premio Oscar Hurtado 2016 de Ciencia Ficción

UAnette Hardy Sosa. Un cuerpo entre el centenon cuerpo entre el centeno

Ernesto A. Guerra Valdés

Ilustración: Anette Hardy Sosa

 

Inicio de registro…

Abro los ojos. Mis padres están dormidos hace dos horas. Me acaricio la cabeza. No tengo pelo, lo he perdido, dicen ellos que por los medicamentos.

Ya no me debo poner más sueros, ni recibir más radiaciones, ni tomar las pastillas de colores de cada día de la semana. No puedo ver a Saana, mi mejor amiga de la quimio, porque Saana no quiere verme; aunque estoy seguro de que la razón es otra.

Mis padres cuchichean a toda hora, y a cada rato mamá empieza a llorar. Nos hemos mudado del centro de la ciudad hacia una parte más tranquila, y por tranquila, me refiero a aislada. Dicen que el aire es más puro, pero lo dudo. En este planeta nada queda puro, y menos el aire.

Saana tiene que estar muerta. Eso podría explicarlo todo. Eso, o que fue asesinada por algún androide loco, de esos que han adquirido el virus de los Discípulos de Ja’bhk’arr. En mi clase había una niña ja’bhk’arrí y fue expulsada de la escuela. Después de los atentados en el Centro nadie confía en ellos y han sido reubicados por el sistema en Campos de Bienestar. La última vez que el odio de apoderó de este lugar los inocentes fueron allí y terminaron fritos por una explosión… a doce kilómetros de allí.

Hay algo raro en el ambiente, además de la radiactividad y las frecuentes tormentas del invierno nuclear.

Hoy se conmemora un mes de la masacre de Avinia. Dicen mis padres que ese día fue el que caí desmayado a la entrada de la casa y, por suerte, no me llevaron a la escuela. Ese desmayo separó mi vida de la muerte, aunque irónicamente la acercó. Cada ataque de esos que me da mata un grupo importante de neuronas; son como electroshocks de mi cerebro que intenta freír el cáncer que me come la cabeza.

Cuando desperté en el hospital, habían pasado cuatro días de inconsciencia. Quisiera recordar algo, pero fue como volver a nacer. En cuanto me dieron el alta, lo más veloz que se pudo recogimos nuestras pertenencias y vinimos a vivir acá. No es el paraíso, ni está Saana; pero la casa es bonita, al menos lo que he podido ver. Aún no he visto todo, y no por falta de voluntad. La habitación pintada de rojo del segundo piso no puedo abrirla. Dicen mis padres que la olvide, que no aparece la llave, pero en ese espacio ocioso podría instalar mi consola de simulación que, por cierto, debo llevar a Soporte Técnico.

Resulta que anoche la desempaqué al fin y, al ingresar los datos de voz, no me reconoce. Intenté con los patrones de huellas y  nada, como si me la hubieran cambiado. Traté de resetearla por el botón de emergencia, pero si lo hago pierdo la garantía.

Desde el desmayo he tenido trece pesadillas. Trece. Bueno, más bien trece repeticiones de la misma. Es como ver una película trece veces para, en cada ocasión, descubrir un detalle que se escapó. Siempre estoy llegando a la escuela allá en Avinia. Desciendo, con mi maleta y mi uniforme, y coloco el primer pie en el césped del lugar. Cuando atravieso la cerca, veo a un chico vestido como los Discípulos de Ja’bhk’arr que me mira con odio. Acto seguido todo se pone confuso. Él me sonríe y saca del interior de su gaffar verde y dorado una especie de pistola y comienza a dispararme. Las balas me atraviesan la frente dos veces, y una tercera me destroza el pómulo derecho.

Otro chico, al parecer un radical intolerante aprovecha para dispararle al ja’bhk’arrí y así comienza un caos bastante raro, en lo que mi cuerpo sigue ahí, en el suelo, desangrado y deforme.

Entonces me levanto. No siento sudor, ni falta de aire, ni el corazón acelerado. Algo me dice que estoy asustado, pero no sé qué. Me acaricio el pómulo y me toco la frente. Todo en orden, algo tibio. Creo que mi temperatura corporal es más baja que la de los otros.

Pregunté a mamá por la masacre de Avinia y me dijo que, al parecer, aquello me había impresionado demasiado. Que dejara de pensar en lo que sucedió, aunque la verdad es que saber que tus amigos y compañeros de clase, profesores y hasta jardineros fueron cosidos a disparos, y que la sangre corrió por todos los pasillos del instituto como en el clásico del siglo XX El Resplandor, no es precisamente una motivación para dejar de pensar.

Mi trauma está hondo. Creo que el hecho de que un Discípulo de Ja’bhk’arr aparezca en mis trece pesadillas, se debe a que el sospechoso de la masacre es de esa secta. No diré como otros que “debían morir todos”. No pienso ponerme carteles en la Redes de Simulación Comunitaria como “Todos Somos Avinia”, porque no soy Avinia. No estuve allí, y por más que me esfuerce no puedo sentir nada. Ni amor, ni lástima, ni tristeza. La lógica me indica que fue terrible, pero no me importa. Y no me siento mal de que no me importe.

Estoy muy seguro de que tampoco soy capaz de llorar, aunque me lo propusiera. ¿Algo que sí podría hacerme feliz? Que mi consola funcionara. Aún es de madrugada, mis padres no sabrán que salí de casa, así que sin pensarlo mucho me visto y la busco entre las cosas que desempaqué.

En cada ciudad hay una estación de Soporte Técnico para Consolas de Simulación. Si activo el GPS de mi intercomunicador integrado, puedo encontrar la más cercana… ¡Rayos! ¡Aún no me reinstalan el intercomunicador! Tendría que pasar de nuevo por la anestesia y el láser, para levantar la piel de la palma de mi mano e insertar el chip.

Eso haré en cuanto amanezca, sin mirar atrás. Después de mi desmayo en Avinia, mi mundo se ha desordenado de maneras que no puedo controlar. Necesito de alguna forma recomponerlo, tratar de insertarme entre tanta porquería.

Lo único que me salva de volverme loco es que el cáncer ya no me afecta. Siento como si el desmayo hubiera sido el preámbulo a la curación definitiva, o puede que sea el Gran Final, ese momento en que todo va bien y el cáncer solo te da un subidón de energía para que se te pase la tristeza y puedas morir con una sonrisa.

Así que a las dos y cuarenta y siete minutos de la madrugada tomo un abrigo, me lo tiro por encima del piyama y envuelvo la Consola entre unos pañuelos. No es tan grande, a lo sumo tiene unos cinco centímetros de largo y ancho, por dos de alto. Es inalámbrica, e incorpora algunos accesorios, como los chips cerebrales que van pegados detrás de la oreja y envían las señales de imagen y sonido hasta los receptores adecuados, una experiencia inmersiva. Además, un micrófono y los guantes dactilares, que son unos puntitos de algo que parece plastilina y se adhiere a los dedos de las manos y los pies. Esos también los llevo, en el bolsillo trasero.

De madrugada hay unos drones que surcan el cielo para escanear personas y androides, dado lo delicado de la situación que vivimos. Básicamente se trata de detectar si el virus de los ja’bhk’arríes está inoculado en las máquinas, y si las personas portan algún artefacto sospechoso, como explosivos.

Merodeo un poco por la zona. La parte de más ajetreo parece ser a unos dos kilómetros, según calculo rápidamente a vista.

Mis padres se empeñaron en tenerme alejado de la civilización, pero todos los pueblos tienen un centro más o menos activo.

Por alguna razón, decido que podría correr hasta donde se ven las luces. No me gusta mucho correr, porque enseguida empiezo a sentirme cada vez más y más mal, hasta que respirar se hace una especie de tortura, que comienza con un picor en los pulmones y se extiende por mis vías respiratorias hasta tener la sensación de que, en lugar de oxígeno, lo que entra por mi nariz y alcanzaba la laringe son miles de puntillas calientes.

Esta vez no es así. Corro como nunca lo he hecho, seguro de mis pasos y con pisada firme. De haberme filmado, podría hasta musicalizarme con algún fondo épico. El aire zumba cerca de mis oídos y golpea mi ropa, haciendo que se pegue a mi cuerpo. Las piernas no me duelen, y respirar me es relativamente fácil. No me agito, ni se me acelera el pulso, ni aparecen las puntillas calientes. Todo es perfecto.

Aunque las nubes de polvo y ceniza cubren todavía el cielo y el frío nuclear es insoportable; aunque las plantas a mi alrededor están calcinadas y llenas de radiactividad, es una vida nueva. Hermosa. Y la disfruto bastante.

En menos tiempo del que imaginé alcanzo la meta. La calle está bastante desolada para estas horas. Luego recuerdo que no estoy en la ciudad, ni nada parecido. La gente fuera de Avinia no es igual de noctámbula. Solo hay un par de mujeres, evidentemente prostitutas, paradas en una esquina. Me hacen una seña obscena, que incluye lamerse los dedos y acariciarse alguna parte lujuriosa de su cuerpo.

Les niego con la cabeza.

Entonces veo un gran cartel verde que imita al cubo de Rubik, pulcramente armado. Es una oficina de Soporte Técnico para Consolas de Simulación, SOTEC, por sus siglas. Y está abierta.

Como es de esperar a las tres de la mañana, el sitio no está precisamente concurrido. El encargado del turno de encuentra sentado tras el mostrador, leyendo alguna especie de libro. Levanta la vista y me observa por encima de sus gafas de montura plástica, un objeto anacrónico para los tiempos que corren.

El local tiene algunos neones y pósters de rostros sonrientes mirando al vacío, viviendo una experiencia inmersiva. Está, a pesar de todo, poco iluminado. Los neones parpadeaban a cada rato, dejando en la retina desorientada. De haber sido epiléptico, podría padecer de un ataque en este instante. La poca luz fija que entra es producto de las edificaciones que circundan la estación del SOTEC.

Seguramente el libro tiene tinta electrónica o algún material de alta reflexión de la luz, porque es prácticamente imposible ver cualquier tipografía sobre papel en estas condiciones.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Me mira con curiosidad. No debe estar adaptado a que nadie aparezca en las oficinas a estas horas, y menos en un pueblo alejado de la capital.

—Mi consola —le digo—. Está rota.

La voz me tiembla un poco. Parece como generada por una máquina.

—Sígueme.

Se levanta de su silla detrás del mostrador y me conduce por una puerta lateral hacia un largo pasillo, esta vez con buena iluminación. Solo se escuchan nuestros pasos y un ruido extraño, como de microprocesador. Algo me dice que este tipo es un androide. Solo rezo por que no tenga el virus ja’bhk’arrí y no le dé por montar un show terrorista a costa mía.

—No debes tener ni 18 años, ¿no?

El dependiente sigue con un cigarro en la izquierda y mantiene el libro en la derecha. Alcanzo a ver que es El guardián entre el centeno, de J. D. Sallinger.

—Ya lo leí —digo.

Mi interlocutor, aún delante de mí y sin darme el frente, deja escapar una nube de humo entre carcajadas.

—Eres un poco automático, ¿no te parece?

—Mi nombre es Gaddier. Mis padres se llaman Salvador y Lucía.

La respuesta se me escapa de los labios. Ni siquiera pienso lo que digo y, peor aún, no tengo la menor idea de por qué lo digo.

El hombre hace una seña como de que él se lava las manos y entra a una puerta a su izquierda. Lo sigo y me encuentro una habitación pequeña, con trastos acumulados hasta el techo. En el centro, una mesa con una potente lámpara y algunas herramientas pequeñas.

Se sienta, deja que el cigarrillo se consuma en una esquina de la pieza de madera y se coloca unos dispositivos de visión bastante antiguos.

—Me gusta hacer las cosas a la vieja usanza. Dame tu Consola.

Se la tiendo y la examina por unos segundos.

—Bastante nueva. Muy buena marca; tu familia debe haberse gastado bastantes unidades de intercambio en esto.

Siguió detallándola cerca de dos minutos, repasando su ensamblaje.

—¿Trajiste los accesorios?

Asiento y los extraigo de mi bolsillo trasero.

—Bonito piyama, por cierto.

Hace algunas pruebas a los accesorios con un destornillador de punta muy fina.

—Todo parece estar en orden. ¿Cuál es exactamente el problema?

—No reconoce mi voz ni mis huellas.

—Ya entiendo. Los sensores no presentan ninguna dificultad. A ver, prueba hacerlo ahora.

Enciende la consola y coloco cada dispositivo en su lugar. Automáticamente veo delante de mí el cartel de acceso al portal de usuario. Tecleo en el aire mi usuario y pronuncio la contraseña de voz.

—¿Asimov? —pregunta el encargado de SOTEC, divertido.

—Mira —le extiendo los proyectores retinales y los coloco superpuestos sobre sus ojos.

—Tienes razón. No te identifica correctamente. ¿La reiniciaste?

—Ya hice todo lo que indica el manual. No la reseteé porque pierdo la garantía.

El hombre sonríe. El sello de garantía está intacto, así que procede a romperlo delicadamente con unas pinzas minúsculas. Luego saca cada uno de los tornillos que sujetan la placa madre a la carcasa y con un cepillito limpia su interior. No está muy sucio.

Según me dice el mecánico, todo está en orden con el hardware, y el software se encuentra correctamente actualizado. Así que a base de prueba y error debo detectar el fallo.

—Intentaré probar con mis datos —me dice tras pensar unos minutos.

Toma mi consola y la activa con su usuario y contraseña de voz.

—La simulación inició correctamente. Así que el problema debe estar en tu usuario y contraseña.

Tal vez es eso. Sin embargo, la consola detecta al usuario y, si otro trataba de entrar le decía que su contraseña era incorrecta. En mi caso no, me dice que es imposible iniciar la simulación.

Error 532.

Le digo al bizarro técnico esos detalles y se queda pensativo.

—No es común este error. Tal vez sea un fallo del sistema, o un bug de la programación.

Me parece un pretexto tonto. El software de simulación no tenía bugs desde la versión estable 25, y ya va por la 40.

—¿Y de qué es ese error? —pregunto.

—Lo siento mucho, pero es información confidencial.

Hace una pausa.

—Esta es la garantía –escribe un pedazo de papel. Traza garabatos con apuro, un poco nervioso. Me da la nota, una fe de que el SOTEC me había examinado la consola y no tenía ningún problema que ellos pudieran arreglar.

—Con esto —me dijo—, debes ir a una tienda de consolas y, con tus datos, solicitar que te repongan el modelo y de no haberlo te deben hacer un reembolso. Ahora vete. Un gusto conocerte, Gaddier.

Luego me muestra la salida, no sin antes devolverme mi consola con los accesorios. La envuelvo de nuevo entre los paños e intento leer el papel que me había dado.

—Es mejor que hagas eso luego, ¿no te parece?

Le agradezco por la ayuda y me marcho del sitio.

Una vez en la calle, aprovecho la iluminación para leer la nota. Tiene una dirección web, que examinaré en cuanto encuentre algún centro de conexión multimedia.

Los centros de conexión multimedia son una manera muy limitada de navegar por la red. Tienes derecho a consultar algunas páginas de texto, pero son algunos remanentes de la era Wiki, y van en contra de los principios de funcionabilidad, anonimato e inmersividad que estaban tan de moda. No me importa. El link tiene entre paréntesis una especificación, y es que se trata de un foro de texto.

De camino a casa paso por delante de un establecimiento en el que unos androides bailan desnudos por unas pocas unidades de intercambio. El realismo de los androides en esta época es atroz, a veces son muy pocos los detalles que te llevan a  comprobar que, efectivamente, te encuentras frente a uno de ellos.

Ahora está muy de moda el tema de la clonación humano-androide. Se trata de una abominación; pero supongo que las personas podemos ser muy apegados a los seres queridos, y después de tantos millones de años gastados en evolución, la razón aun no encuentra un consenso feliz con la idea de la muerte.

Si tu madre ha muerto, no hay necesidad de volcar su contenido genético en una máquina que simule su existencia. Al final la vida continúa y, a pesar de los altos estándares de simulación, sigue siendo un trozo de código informático que interpreta un código genético y conductual. Un cuerpo de androide no puede envejecer para siempre, ni crecer, ni encorvarse. No es capaz de sentir ni padecer; no se enferma, ni tiene dolores musculares. Un cuerpo de androide es perfecto y el humano es lo opuesto.

Regreso a casa en un tranvía muy anticuado, de los que van pegados a los raíles y no en el aire, por magnetismo. Es un transporte público gratis que el gobierno intenta rescatar de la vieja época, pues no tiene piezas radiactivas como la mayoría de las cosas hoy día. Comienza una lluvia repentina. Es ácida, pero no muy perjudicial para el cuerpo humano. El tranvía solo lleva a tres personas aparte de mí. Cuando hace una pausa me siento junto a un señor barbudo que va dormido. Elijo sentarme allí porque es la única ventanilla que va abierta. Las demás están clausuradas para evitar algún intento de abordaje terrorista ja’bhk’arrí, o el lanzamiento de alguna botella incendiaria, como pasó en Veronia el año pasado.

El señor respira apaciblemente, y puedo escuchar el sonido de su microprocesador. Debe ser biónico, pues su piel está deteriorada y llena de pecas y arrugas. Los drones son perfectos y hermosos, con la piel lisa como un adolescente.

—Aléjate de mí —dice, aún sin abrir los ojos. Le faltan algunos dientes y no huele muy bien. Me habla con calma y firmeza a la vez.

—Aléjate o le digo a todo el mundo qué eres tú.

El hombre debe estar loco, pero no me arriesgo a comprobarlo. Desciendo del tranvía a pocos metros de casa. Camino apurado, porque las cuatro de la mañana es una pésima hora para sufrir del frío nuclear. La lluvia golpea mi cara y me baña en cuerpo. A ella se exponen mi rostro, mi cabeza rapada y las manos. Protejo la consola contra mi pecho.

Las luces de mi casa están encendidas, así que mis padres se percataron de que me escapé de ellos. Hice algo muy parecido a los nueve años, cuando supe que tener cáncer era sinónimo de morirse, y hasta la policía salió a buscarme.

Pero esta vez, todo es diferente. Cuando entro a la casa están alterados, respirando rápido. Escucho a mi padre decir algo así como que todo había sido idea de mi madre, y que él no iba a pagar las consecuencias.

—También es tu hijo —grita mi madre.

—No estoy tan seguro…

Ambos notan mi presencia.

—¿Dónde estabas a esta hora?

No me interesa lo que me pueda decir.

—Me voy a morir —digo.

Mi madre ahoga un grito. Mi padre cierra el puño y se pone rojo. Una a una se le marcan las venas del cuello, como si la furia subiera desde alguna parte de su pecho hasta la garganta.

—No puedes morirte. No puedes morirte —grita.

Es impresionante el optimismo de los padres, tan inadaptados a la idea de que el hijo no los sobreviva.

—Tengo cáncer. Me está comiendo la médula. Me voy a morir.

Subo las escaleras con tranquilidad. Me enfilo a mi cuarto y veo que sale una luz al pasillo en una parte que nunca había visto. Parece que, buscándome, dejaron abierta la habitación que no se usa. Como un insecto camino hacia la luz y cuando estoy a punto de alcanzarla, me agarran del brazo derecho, desde atrás. Es mi madre.

—Ve a descansar, hijo mío.

—No tengo sueño.

—Vete a tu cuarto, te lo ruego.

—Mamá…

—No me hagas repetírtelo de nuevo.

—Necesito mi intercomunicador.

Mi madre hace una pausa que no alcanzo a comprender. Se me hace muy difícil eso de las emociones.

—Te compramos un intercomunicador externo. Tu condición es muy delicada para la microcirugía.

Sin decir nada entro en la habitación y cierro la puerta. El intercomunicador está encima de mi cama. Mi madre la tendió. Lo desempaco poco a poco, tratando de que no se me caiga.

Los intercomunicadores externos son iguales que los regulares pero su vida de uso es más limitada. Cuando se les agota la batería maestra hay que comprar otro.

Al encenderlo, abro el navegador inmersivo. Escribo la dirección que el empleado de SOTEC me apuntó y se carga en microsegundos. El foro es bastante feo. Tiene los hilos principales y un cartel que indica que no se trata de una web inmersiva. Parece que se trata de una página de estilo antiguo, programado en algún código anterior al IWS.

Encuentro el tema que se llama Error 532. Lo abro y comienzo a leer. Las líneas se me empiezan a volver confusas. Empiezo de nuevo y lo entiendo mejor. El error 532 está relacionado con la cuenta de personas fallecidas en el entorno de simulación. Es decir, que el sistema me reconoce como un fallecido.

Lo peor del caso, es que el Entorno Simulativo está conectado directamente con los servidores del gobierno, así que las bajas de personas se realizan de manera sincronizada. No puede haber un error. ¿Qué tipo de juego macabro hacen mis padres? ¿Acaso simularon mi muerte para alejarme de la ola ja’bhk’arrí?

Entonces, por primera vez en estos días me atrevo a abrir mi buzón de mensajes. Intento con mis datos habituales, pero me dice que el usuario ha sido eliminado del sistema. Comienzo a preocuparme. Es como si, de pronto, hubiera dejado de existir. En este mundo, si no existe en el Entorno Simulativo, no existes para el resto de las personas. Intento abrir mi blog personal pero nada. Me sale la imagen de una ballenita con un gran signo de exclamación en la cabeza, y un texto debajo:

Parece que el link solicitado no está disponible. Inténtelo de nuevo.

Pruebo tres veces más, sin lograr resultados diferentes. Comienzo a rozar la locura.

Me quedo atento unos segundos. Parece que mis padres siguen discutiendo. Escucho que uno de ellos da un portazo y me asomo a la ventana. Veo a mi padre alejarse en su automóvil, bajo la lluvia. Mi madre solloza por unos minutos hasta que siento que entra a su habitación. Escucho de nuevo el sonido de microprocesador, al parecer del intercomunicador. Cierro bien la puerta y hago una búsqueda en Searcher.

Tecleo en el aire «Avinia, tiroteo, muertos». Me devuelve una página con el mensaje de que no tengo acceso al servicio solicitado:

Acceso denegado. Avinia; terrorismo; atentado; muertos; muerte; términos baneados.

 Contacte al proveedor de servicio.

Lanzo el intercomunicador contra una pared, en un ataque de rabia. Registro los cajones de mi armario en busca de alguna pastilla que me calme y me percato de que mi habitación está libre de medicamentos y objetos punzantes. Mi pisapapeles de la antigua Torre Eiffel ha desaparecido, junto con mis espadas medievales de colección que siempre cuelgo en las paredes. No hay cajas de mudanza tampoco.

Abro con cuidado la puerta y bajo en silencio, hasta la cocina. No están ninguno de los alimentos de mi dieta especial. En el estante e las medicinas solo hay algunos calmantes comunes y pastillas para la tos.

Entonces, encima de la mesa veo las llaves. Parece que con la discusión mi madre olvidó por completo llevarlas arriba. Tengo acceso a todo en la casa excepto a la habitación pintada de rojo del segundo piso. Cuando traté de entrar, horas atrás, mi madre parecía muy nerviosa, y estoy seguro de que esconde algo. Saana tiene que estar muerta, y ellos no saben cómo decirlo. La habitación pintada de rojo debe ser el estudio de papá, y allí seguro tiene buena conexión, sin contenidos restringidos en la red.

Tomo las llaves y subo despacio, intentando no hacer ruido. Parece que mi madre se durmió. La abro despacio y no enciendo la luz. Cierro la puerta y, a tientas, me acerco a un viejo ordenador holográfico que tiene mi padre. Dejo que cargue el sistema unos segundos y aparece la pantalla de autenticación.

La contraseña es mi nombre con el año de nacimiento. Mi padre no sabe que lo descubrí hace mucho. En cuanto entro a su sesión, se activa el buzón de mensajes, y una ventana parpadeante indica que tiene dos sin leer. Lo abro y encuentro que son facturas y anuncios, pero antes de cerrar, veo uno de Saana, con fecha posterior a la masacre de Avinia. Lo abro apresuradamente:

Sr. Salva:

No he parado de llorar desde que supe la noticia. Mi madre no me dejará ir al funeral de Gaddier por más que le he rogado. Quiero que sepa que AQUÍ ESTOY PARA LO QUE NECESITE. No sé si vuelva a la escuela después de todo lo sucedido. No sé si pueda salir de las Redes Comunitarias de Simulación o si me atreva a ir a terapia. Gaddier era mi vida. Sé que soy joven para decir algo así, pero es lo que siento. Lo acompaño en el dolor.

Leo cinco veces el mensaje. Aún sin recuperarme, veo el siguiente, a nombre de un directivo de la empresa de papá:

Salvador:

Hemos acogido con dolor la noticia de la pérdida de tu hijo. También lamentamos que dejes nuestra empresa y te marches, pero es tu voluntad y la respetamos. Te adjuntamos el enlace del dinero de la liquidación y un plus por tus buenos servicios en estos años. Espero que te sirva para construir una vida nueva. Mantener vivo el recuerdo de tu hijo puede ayudar, aunque mi sugerencia es que sigas adelante. La vida no es justa. Las puertas estarán abiertas por si quieres regresar.

Así, uno a uno leo veinte mensajes de pésame referidos a mi muerte. Algo muy extraño había sucedido, o mi padre había hecho una jugarreta a las compañías de seguro que no cubrían mi muerte por cáncer, para agenciarse una vida mejor.

Sin pensarlo mucho, abrí el Searcher. Luego le di a Historial, para ver qué había buscado mi padre en esos días. La masacre de Avinia no aparecía en ninguna de las entradas, aunque hay un tema recurrente en las webs visitadas: clonación humano-androide.

Aunque es un tema polémico y de moda, nunca me pareció que mi padre estuviera particularmente interesado. Él fue criado de manera muy tradicional, bastante alejado de la capital. Y así me enseñó. No odio a los androides, pero todo tiene un límite. Para él, nadie tiene derecho a crear o destruir la vida. Para mí tampoco.

Tocan a la puerta. Me asusto y trato de salir de delante del ordenador holográfico y caigo de bruces contra una superficie que suena como el cristal. La palpo por encima de una tela que la oculta. Intento ponerme en pie, apoyándome en la tela y termino por caerme de nuevo. Sin proponérmelo he destapado algo grande. Algo que me rebasa.

Solo escucho el sonido del microprocesador y mi respiración. Sigo analizando lo que está delante de mí, un poco atemorizado.

En un recipiente de cristal gigante veo mi cuerpo, sin vida. Estoy pálido, flotando en el éter, con el pómulo roto y los ojos cerrados. Mi frente está trepanada por dos lugares diferentes. Es mi cadáver.

Enciendo la luz de la habitación y escucho un pitido que viene de mi pierna derecha. Me quito el pantalón y veo una luminiscencia parpadeante.

Batería Baja. Proceda a la recarga.

En calzones, salgo de la habitación. Comienzo a sentir mucho sueño. Bajo las escaleras y encuentro a mi madre hablando con dos policías, acompañados de un dron.

—Gaddier, hijo, vete arriba —me dice nerviosa.

—Dime qué está sucediendo.

—Vete arriba te dije.

Entonces una lucecita se posa en el centro de mi pecho. Viene de la muñeca de uno de los agentes. En microsegundos mi madre lo golpea y sale un disparo que me da de lleno en el brazo derecho, dejando un reguero de cables y conexiones de fibra óptica al descubierto. El otro policía neutraliza a mi madre y la somete contra el suelo. El dron me está apuntando. Mi madre grita, llena de dolor, y puedo escuchar cómo se quiebra uno de sus huesos.

—Detente, por favor.

Estoy rogando. Entiendo poco, pero necesito detener toda esa situación tan extraña. Unos faros iluminan la ventana a mi derecha y supongo que es mi padre, que ha regresado.

–Estás arrestado –me dice el guardián que golpeó mi madre–. Serás llevado a desactivar.

–¿Desactivar?

Mi madre sigue llorando en el suelo y yo inmóvil, sin atinar a nada.

–Eres un androide fabricado con tecnología ja’bhk’arrí. Fuiste denunciado por un especialista de la SOTEC y detectado por nuestro sistema de seguridad en el transporte público.

–Madre ¿de qué hablan?

Ella sigue sollozando sin control, hasta que el guardián que me hablaba cae fulminado. El que somete a mi madre eleva su muñeca y apunta a todas partes. Se escucha un zumbido y también cae al suelo. El dron me dispara y segundos después también se derrumba. Mi madre se incorpora y, con el brazo deforme, comienza a arrastrar sus pasos hacia la cocina.

Desciendo las escaleras. El brazo se me cae y sigo avanzando, sintiendo mucho sueño. Entonces descubro que ahí está mi padre, con un rifle láser aún al rojo vivo. Debo estar hecho un desastre. El último disparo del dron me atravesó el pecho y escucho el sonido del microprocesador más fuerte aún.

—Papá.

Alcanzo a decir.

—Te dije que nos iba a engañar, Lucía —dice él apuntándome.

Me detengo. Me miro la mano sana. La piel comienza a mostrar unos manchones de color marrón. Deben ser producto de la lluvia ácida.

—Parecía un médico serio, Salva —dice mi madre entre sollozos—. Él me dijo que traería a mi hijo de vuelta y aquí está.

—Te dije que este no es mi hijo —grita mi padre. Está muy furioso—. Mi hijo está en un contenedor gigante, en mi oficina. ¿Por qué? ¡Porque tú no puedes aceptar que se marchó!

—Es mi hijo, ¿qué quieres que haga? Yo lo llevé en mi vientre, yo lo acuné, yo le puse Gaddier como mi abuelo. Es mi hijo, Salva.

—Nuestro hijo, Lucía.

Ambos hacen una pausa. Quiero llorar pero al parecer las lágrimas no están incluidas en este cuerpo artificial.

—Mamá, papá…

Mi padre me apunta. Mi madre intenta quitarle el rifle pero su mano es inservible y la que tiene sana no posee fuerza ninguna.

—No somos tus padres. Tú eres una aberración —grita mi padre.

—Se está quedando sin batería, Salva. Vamos a conectarlo, por favor.

Mamá está fuera de sí. Los ojos tienen  un brillo poco común en la gente; mira al vacío y habla muy rápido. Repite una y otra vez que soy su hijito y que no me podrán hacer daño nunca más.

Entonces lo entiendo. Soy un clon. El remanente de un hijo al que ambos amaron pero que el odio sectario se llevó antes de tiempo, porque a fin de cuentas el cáncer haría el mismo trabajo. Soy una copia, no me quieren por lo que soy sino por lo que nunca fui. Intentan amar a una máquina porque luce como un ser humano.

No sé de dónde vienen estos impulsos eléctricos tan parecidos a los sentimientos. O tal vez es la lógica detrás de la máquina la que me da a escoger. Cuando pase el tiempo se habrán cansado de tener por siempre un hijo adolescente que no crece, y me cambiarán por otra máquina que pueda comportarse como su hijo adulto.

Me acerco entonces al rifle de mi padre. Lo agarro con la mano que me queda y siento que todavía está caliente. El mundo a mi alrededor empieza a perder revoluciones, y el pitido de la batería se hace más intenso.

Apunto el cañón al microprocesador en mi cabeza y, antes de apretar el gatillo, digo:

—Entiérrenme entre el centeno.

 

Fin del registro por falla del sistema. Error 532

El huevo. Albino Hernández Pentón

Les deseamos un feliz 2016 a todos los lectores de Korad. Les regalamos, a modo de adelanto, otro de los cuentos que recibieron mención en el concurso Oscar Hurtado 2015 y que aparecerán en el próximo número de Korad.

Los editores

El Huevo

Albino Hernández Pentón

Anette Hardy.El huevo2a

Cuando entré esa mañana al cuarto, Martha, de rodillas en el borde de la cama, contemplaba el milagro oval, blanco y perfecto. El pelo desarreglado le caía con languidez sobre los hombros y la brumosa luz del día le ensombrecía el rostro. Otra mujer, en esa situación, se habría puesto a gritar y a hacer aspavientos, pero la histeria no forma parte de sus defectos. —¿Puedes decirme qué es esto? —señalé a la pesadilla. No había rastros de sangre, ni restos de tejido. No me miró. —Un huevo. ¿No lo ves? La respuesta me tomó por sorpresa. En otras circunstancias quizá habríamos discutido. Pero una noche durmiendo en un sofá es suficiente para ablandar a cualquiera. —Eso lo sé —estúpida—, mi amor. La pregunta es ¿De dónde salió? Martha alzó la cabeza con lentitud y sus ojos verdes me observaron. Había paz en ellos, en su voz no. —De mi vagina. Listilla, pensé. Pero de inmediato me percaté de que yo había enunciado mal la pregunta, en dos ocasiones. —Es que esto…esto es absurdo —dije. Martha movió la cabeza de un lado a otro como si le pendiera de un hilo. —Absurdo —repitió—, ha sido tu comportamiento desde hace una semana. —¿Y cómo le llamas a poner como una gallina? —Absurdo es dejar el trabajo por puro orgullo en la situación en que estamos. Caminé hasta la ventana y observé la ciudad tras el fino palio de niebla. Lima la horrible, un cuadro dominado por un muro de montañas contra un cielo mustio. Un cielo que era una invitación al suicidio. —¿Qué haces? —preguntó Martha. No volví la cabeza. Sentí el sonido de sus pies al chocar contra el suelo, y luego el sordo rumor de sus pasos en la alfombra de liquidación. Cada vez más cerca. —Nada. Se colocó tras mi espalda, sus brazos rodeándome el cuello. Se alzó en puntillas y beso mi mejilla derecha. Me sentí como un niño y por un momento negarme. Martha pareció notarlo e hizo ademán de retirarse. La sujeté por las muñecas, su pulso latía acelerado. —No, por favor. Quédate así. Ahora la ciudad era una película húmeda, un fantasma gris que se reía de nosotros. Después de cruentos debates decidimos que lo mejor era llevarle el huevo a mi primo que es médico. Le sugerí que debería acompañarme, pero se negó. No podía darse el lujo de faltar al trabajo.   A diferencia de la calle, la sala de espera de la clínica era acogedora y silenciosa. Había poca gente, la mayoría ancianos vestidos con elegancia que conversaban en voz muy baja o se entretenían con revistas de portadas llamativas. Me dirigí a la recepcionista. —Buenos días señor, ¿en qué lo puedo servir? —Soy el señor Weiss. Alberto Weiss. Me miró con un ligero desconcierto, como si le sonara a broma. Debo reconocer que mi traje y color de piel no conjugaban con el apellido. —¿Perdón? —dijo. —Weiss como los banqueros, pero sin la plata —intenté bromear. —¿Tiene cita señor…Weiss? Era evidente que a mi primo se le había olvidado avisar de mi llegada. —Sí, con el doctor Pioquinto —mentí. —Un momento, por favor. Revisó la pantalla. Plana, de veintiún pulgadas. —Lo siento. No aparece en… —¡Alberto! —un palmeo en la espalda. Era mi primo. Nos dimos un abrazo y luego me separé unos pasos para poder verlo mejor. Alto, frente amplia, pelo entrecano, ojos de un negro profundo. Un traje de ochocientos dólares y su sonrisa permanente. José no se cansa de repetir que la sonrisa es la tarjeta de triunfo en cualquier empresa. Después de muchos años de discusiones y de llamarlo hipócrita, tengo que aceptar mi derrota. A él le ha ido bien, a mí no. —Hola ¿cómo te va? —saludé. —Bien. Disculpa, se me hizo un poco tarde. El tráfico está de madre. La oficina de José era amplia, iluminada y olía a bosque en primavera. Varios cuadros, de pintores que no conocía, cubrían las paredes pintadas de un suave color pastel. El escritorio, al centro, parecía un estadio. En una de las esquinas un sofá de tres piezas, italiano deduje, armonizaba con las paredes y el suelo de madera. El valor de una sonrisa. —Esto no parece una oficina —comenté. Me sonrió como un lobo acostumbrado a comerse a las caperucitas del bosque. —Cuéntame. No entendí mucho de lo que dijiste por teléfono. Le conté a José la historia de principio a fin. —A ver, muéstrame ese huevo. Demoré algo en extraerlo del envoltorio. Lo hice con cuidado, no quería que se me fuera a caer o algo por el estilo. Se lo alcancé y lo hizo girar en sus manos, como un pitcher preparándose para un lanzamiento. —Si no contiene un embrión, al menos te dará para una buena tortilla. No le reí la gracia. —Y, ¿cómo se siente Martha? —dijo, mientras sopesaba el huevo. —Dice que bien, aunque lo dudo. Sus ojos me dijeron: “yo también”. Estuvimos alrededor de veinte minutos en el departamento de Radiología. —Nada —se rindió José—. Es blindado. Los rayos X no le entran. —¿Entonces? —Tendremos que consultar a un especialista… —Ni loco. —…a menos que quieras romperlo y ver lo que hay dentro. Mira, tengo un amigo que estudió medicina veterinaria, tiene una granja en las afueras de Lima. Me lo pensé. No era mala idea, pero en ese momento, por primera vez, sentí miedo. —¿Es de confianza? —El tipo es una tumba. —Las tumbas se abren. —Te digo que puedes confiar en él. —Voy a conversarlo con Martha. El camino de regreso me tomó menos tiempo. Durante todo el trayecto volví la cabeza en varias ocasiones para comprobar que el huevo no hubiera sufrido daño. Lo único que me faltó fue ponerle el cinturón de seguridad. Al llegar a la casa, lo coloqué en un lugar blando y protegido y lo tapé con una frazada. Una vez terminadas mis funciones de gallina clueca, me senté frente a la computadora, y coloqué en el buscador de Google la palabra clave: Huevo. La búsqueda arrojó 2 920 000entradas. Seis horas después había leído montañas de información referente al crecimiento embrionario y me enteré de que, en las primeras etapas del desarrollo, las diferencias entre un embrión humano y el de otros animales son insignificantes. Eso me permitió entender por qué hay gente en el mundo con cara de perro o que se comportan como ratas. Martha llegó alrededor de las siete de la noche. Lo primero que hizo fue preguntarme por el huevo. —¿Dónde está? —dijo, con la ansiedad de un drogadicto que ha pasado una semana sin su dosis. —En el cuarto, envuelto en la frazada lila. Al lado de la mesita de noche. Se dio la vuelta sin decir ni esta boca es mía y pronto escuché el taconeo de su calzado en los escalones. Pasaron unos veinte minutos sin noticias de Martha. Ni un solo ruido; era extraño. Vivimos en una casa antigua de dos plantas en la que los sonidos reverberan: el paso del aire por las viejas tuberías, el crujido de la madera, y otros de naturaleza incierta. Sin embargo, el silencio pesaba sobre la casa como una presencia. Lo achaqué a mi imaginación. Al salir de la biblioteca resbalé con el felpudo. —Mierda —mascullé. Subí las escaleras. Martha ni siquiera se percató de mi llegada. En aquella habitación, yo era un fantasma invitado a contemplar a la virgen arrullando a su pequeño hijo. La luz del foco ahorrador, a sus espaldas, le confería al cuadro una cualidad idílica. La fantasía masturbatoria de un extremista religioso hecha realidad. —Estuve a punto de matarme —dije. Sus ojos dejaron de mirar el óvalo envuelto por las sombras de su cuerpo y me observaron. Había amor en ellos, un amor que nunca me habían dedicado a mí. —¿Cuándo vas a quitar esa alfombra de allá abajo? —pregunté. —Nunca. —Un día de estos uno de los dos se va a romper un hueso por ese capricho tuyo. Bótala. —Ni lo sueñes. — Regálasela a alguien. —Trae mala suerte. Es un recuerdo de la tía Pito. —Murió hace veinte años, no creo que se vaya a molestar. La mirada de sus ojos verdes me atravesó. Me senté a su lado y le pasé un brazo por los hombros. Ella continuó en lo suyo. En esa forma protectora con que las madres sostienen a sus hijos. Movía los labios como si estuviera cantándole una nana. Los ojos le brillaban. —¿Qué pasa mi amor? —nunca antes había repetido esa palabra tantas veces en una sola jornada. Debía ser cuidadoso. Martha se veía…sensible. —¿Qué crees que debemos hacer con él?  —preguntó como si mi opinión importara. Una tortilla para alimentar a los niños pobres. —José me sugirió que lo consultáramos con un especialista. —No me gusta esa idea. —Podríamos probar. No hay necesidad de contarle de donde salió el huevo. —Pueden hacerle daño —lo oprimió contra su cuerpo. —Es sólo un huevo. —No estoy muy segura de eso —hizo un mohín de disgusto. Su conducta se me antojo irracional, pero, después de todo, ¿no había reaccionado yo de la misma forma? ¿Quién había mirado el huevo durante todo el tiempo mientras volvía a casa? Nuestras reacciones se movían en el cauce del absurdo. ¿Qué había en el fondo? ¿Instinto? ¿La necesidad de perdurar aunque fuera en un huevo? Observé en derredor; dos proyectos de anciano condenados a la soledad. —José me pidió que le hicieras una visita. Quiere examinarte. —No soy una cobaya. Sabes cómo son los médicos. Lo que para uno es mortal a ellos les resulta interesante. Sólo quieren publicar y hacerse famosos contigo. —Aun así, pienso que sería lo correcto. —Sigue pensándolo. Sonreí. Esa rebeldía era una de las cualidades que me habían hecho amarla. No soporto a las mujeres que se pasan la eternidad: “sí papito”, “como no papito”. Son aburridas, insulsas. —Pongámoslo así… —No me vas a convencer. Te conozco. —De acuerdo, pero tienes que aceptar que no es normal poner un huevo. Debe haber algún problema en tu organismo —me sorprendió que me dejara dar semejante discurso sin interrumpirme. —¿Por qué insistes tanto con lo del chequeo? —arqueó una ceja. —A nuestra edad tenemos que asegurarnos. —Siempre hablas como si fueras un viejo desahuciado. ¡Tienes cincuenta y ocho años! Me reí un poco. En la forma en que lo dijo parecía que recién ayer yo había cumplido los veinte. Los chinos dicen que el hombre tiene la edad de la mujer que ama. En ese caso… —Tengo hambre —dije. —Mira que eres vago. Te dejé la comida lista. ¿Tanto trabajo te cuesta ponerla en el microondas? —No entiendo ese aparato. —Con apretar un botón es suficiente. Me marché, mientras descendía por las escaleras podía escuchar sus protestas. Las sintonicé en un canal muerto.   Transcurrió una semana antes de que visitáramos al amigo de José. Durante esos días la casa se transformó en un caos. Parecíamos dos padres ansiosos en espera del nacimiento de su hijo. Martha me contagió su entusiasmo, de tal forma, que cargué el huevo y un par de veces estuve a punto de mecerlo entre mis brazos y cantarle una canción de cuna. Como yo permanecía en casa, era el encargado de cambiarlo de posición dos o tres veces al día según las recomendaciones de los expertos. De esa manera el embrión no se pega a la cáscara. Al principio, me resistí; luego, poco a poco, fui cediendo a los impulsos de esa fantasía grotesca. Martha se veía feliz, parecía rejuvenecida. Tuvimos sexo cinco de los siete días de esa semana y pensé seriamente que tendría que visitar la farmacia en busca de la droga verde y prodigiosa. Nos unimos en una intensa búsqueda por Internet de todo material relacionado con la conservación de un embrión. En las plantas de incubación ponían a los huevos bajo condiciones especiales de temperatura y humedad. Aun así un número elevado de embriones moría por diferentes causas. El éxito dependía de factores genéticos, la calidad y el grosor de la cáscara, la alimentación, el estado físico y el grado de estrés a que se veían sometidos los reproductores. En fin, sí Martha y yo éramos los padres nuestro pichón tenía poco chance de sobrevivir. Indagamos en los diferentes mercados el costo de una incubadora. Veintiséis mil dólares fue el precio más económico. Martha se desesperó. Logré convencerla de que aún no habíamos perdido la batalla. Las gallinas no sabían nada de controles ambientales y eran capaces de llevar adelante a su prole. Podíamos intentarlo, debíamos sustituir a la naturaleza. De todas maneras, construí una especie de caja de paredes acolchadas a las que conecté un foco que producía una temperatura de 37,5 grados Celsius. En Lima se respira agua, de modo que la cuestión de la humedad la solucioné con un Humidistat B36 que conseguí en Azangaro. Es curioso cómo el conocimiento se relaciona con la infelicidad. Martha y yo revisamos todo lo concerniente a las causas de muerte en los embriones de pollo y ese conocimiento la aterró hasta el punto de que aceptó visitar al amigo de José. Esa noche cuando ya iba a apagar la luz me dijo: —Tengo miedo. —Yo también —dije para reconfortarla. Cuando se sufre en compañía duele menos. —Es tan pequeño. —Ya es visible a simple vista; claro si pudiéramos verlo. —Te pareceré tonta. —No, mi amor. —Si alguien nos viera o nos oyera pensaría que somos un par de viejos estúpidos y frustrados. —¿Qué importa? La gente busca siempre una justificación para burlarse de los demás. No le hacemos daño a nadie. —¿De verdad lo crees? La atraje hacia mí. Antes, ella solía poner su cabeza sobre mi pecho. Decía que le brindaba seguridad. —Estoy seguro. —¿Se preocuparán tanto los padres cuando van a tener un bebé? —Imagínate. —Debe ser terrible ver tu vientre crecer y no saber si el niño será sano. No sé. Pueden pasar tantas cosas. Recordé un párrafo en particular. Entre los días cinco y diecisiete de gestación se producen cambios importantes, el riñón definitivo comienza a funcionar y hasta un veinte por ciento de los embriones mueren en esa etapa. —Hemos hecho todo lo que está en nuestras manos —dije. Suspiró. No le podía ver los ojos, pero de alguna forma supe que lloraba. La nota quebrada de su voz me lo confirmó. —Creo que debemos ir a ver al amigo de tu primo. —Me parece una excelente idea. Mañana llamaré a José. —¿No se te va a olvidar? —Descuida. A primera hora lo hago. —Quiero verlo. —Ya te dije que maña… —No; a él. —Vamos. Te acompaño. Fuimos a ver a nuestro tesoro.   La visita a la granja avícola fue un completo desastre. Lo interesante es que el que tenía miedo en esta ocasión era yo. ¿Por qué? No podría decirlo. Lo cierto es que intenté disuadir a Martha de cancelar el viaje. —¿Te vas a echar para atrás? —me miró. —Bueno…yo. —De acuerdo. Si no quieres acompañarme, iré sola. —No —dije—. Tomaré un calmante. Ya me las arreglaré. Tardamos una extenuante media hora en alcanzar la carretera de enlace con la Panamericana Sur. A medida que nos movíamos en dirección a la periferia el paisaje se hacía cada vez más desolador. Si los árboles son el pulmón de la ciudad, Lima es una ciudad tuberculosa. Veinte minutos de polvo después alcanzamos nuestro objetivo: una serie de hangares de aluminio colocados sobre una árida extensión de tierra color arena, con un cartel a la entrada que decía: Somos el Futuro. Bienvenidos. Avícola El Paraíso. El lugar me hizo evocar a un destartalado campo de aterrizaje de la segunda guerra  mundial.  El  guardián,  que  abandonó  la  minúscula  garita  en  cuanto nuestro auto se detuvo delante del portón de entrada, acrecentó mi impresión. Se inclinó junto a mi ventanilla. —Buenos días —dijo—. ¿Qué se les ofrece? —Venimos a ver al doctor Huaman. Soy el señor Weiss. —Espere un momento, por favor. Fue hasta la caseta e hizo una llamada. Después de unos segundos, asintió con la cabeza, colgó el teléfono, me hizo señas con la mano y abrió el portón. Puse primera y entramos. Un hombre alto para la media agitaba la mano frente a uno de los hangares situados a mi derecha. Aparqué el auto y bajamos. El “doctor” se acercó. José me había dicho que eran compañeros de promoción. —¿Lo trajeron? —Por supuesto —dije. Abrí el maletero y saqué a nuestro tesoro, oculto en la pseudo incubadora. —¿La construyó usted mismo? Con esa perspicacia debe haber tenido mucho éxito con las mujeres, pensé. Si era soltero no era su culpa. Otra sacudida de cabeza por mi parte. —Hace frío ¿Entramos? —invitó. —Gracias. Adentro la temperatura era agradable. Atravesamos varias estancias, separadas entre sí por tabiques, atestadas de jaulas metálicas color aluminio y otros aparatos. Martha caminaba a mi lado en silencio. Torcimos a la izquierda y nos detuvimos frente a una puerta de metal niquelado. —Pasen —dijo haciendo girar el picaporte—. Espero que no les moleste el desorden. Yo dije que no y era verdad, Martha me apoyó. Mentirosa, lo odia. —Las damas primero —sonreí. —Payaso —me dijo Martha entre labios. El doctor Huaman quitó unos libros y revistas de un pequeño sofá. —Tomen asiento, por favor. —Gracias —dijo Martha. —Bien, veamos ese portento. —dijo Huaman, se colocó un par de guantes de látex y examinó el huevo a trasluz. Luego nos miró, primero a mí, luego a Martha. —¿Dónde lo encontraron? —En el patio de la casa —aseguró Martha con la proverbial entereza que exhiben las mujeres al mentir—. ¿Por qué? —Este huevo no es de gallina —afirmó. —Entonces, ¿de qué? —me adelanté a Martha cuya expresión decía lo mismo. —Todavía no lo sé. Si desean puedo hacer la ovoscopía y ver que hay adentro. Martha y yo nos miramos. —¿No tiene idea a qué especie pertenece? —inquirí. —Es muy grande para ser de reptil. Los peces están descontados. No conozco ningún pájaro capaz de poner semejante huevo. Si obviamos al avestruz, al emú y al ñandú, no quedan otras opciones. Si, pensé, el tipo es un experto de los huevos. —¿Hacemos el procedimiento? —La ovoscopía esa ¿no le podría hacer daño? —preguntó Martha. —Es tan segura como una ecografía —afirmó Huaman. Luego nos miró. Al ver que no respondíamos: —Voy a buscar el Ovo mientras toman una decisión. Permiso. Durante los dos o tres minutos que tardó en regresar, Martha y yo conferenciamos, discutimos y nos pusimos de acuerdo. Al entrar el doctor se aclaró la garganta. Traía un maletín en la mano derecha y algo que parecía un arma del futuro en la izquierda. —¿Qué decidieron? —preguntó. —Proceda —dijo Martha. —¿Podemos ver? —pregunté. —¡Por supuesto! Acérquense. Nos dio la espalda y se inclinó sobre la mesa. Martha y yo nos colocamos uno a cada lado. —Vean esto —dijo con orgullo, mostrándonos el aparato—. Es un prototipo. Revolucionará el mundo de la avicultura. Martha y yo cruzamos miradas a su espalda. —Disculpe doctor. ¿Tiene un baño? —preguntó Martha, de repente. —¿Ve esa puerta de ahí? Bonito momento para antojarse, pensé. Si hubiera tenido problemas de la próstata como yo la habría entendido. ¿No podía aguantarse? —Gracias —dijo Martha. Nos mantuvimos callados hasta que el baño se tragó a mi mujer y luego Huaman continuó su conferencia a teatro lleno. —Este aparato es diferente a todo cuanto se ha inventado —dijo—. Utiliza un sistema parecido al de un ultrasonido acoplado a un programa virtual en tres dimensiones. —Y eso ¿qué utilidad tiene? —pregunté, sin pensar que iba a darle más cuerda. Me miró como si yo fuera un ignorante, y lo era. Luego su mirada se suavizó. —Puedo ver las imágenes del embrión en tiempo real. La embriodiagnosis dará un salto cualitativo… bla, bla, bla. Dije que sí con la cabeza durante todo el discurso. No entendí ni la mitad. —Veamos… El ruido de descarga del inodoro lo interrumpió. Un poco después Martha se nos unió. —Continúe, doctor —dijo Martha. Huaman terminó de conectar un tubo largo parecido a una manguera en una de las terminales del laptop y la pantalla de este se coloreó de azul. Apretó varias teclas en secuencia y esperó unos segundos. Luego colocó la parte más ancha de la manguera sobre el huevo. Se escuchó un ligero zumbido y Martha dio un pequeño salto. Yo me aferré al respaldar de una de las sillas. La pantalla cambió de azul a rojo  y algo se movió entre sombras tras la cáscara. —Ya te tenemos —dijo para sí el doctor Huaman. Oprimió otra tecla y la imagen se amplificó. Entonces vimos. —¡Mierda! —exclamó Huaman, mientras retrocedía. —Virgen Santa —dijo Martha y, por primera vez en la vida, la vi persignarse.  Yo me mantuve en silencio viendo aquello que crecía en la pantalla. Huaman congeló la imagen. —Esto es increíble —dijo, había una nota punzante de miedo en su garganta. Martha  se dejó caer en una silla.  Mis  nudillos  se tornaron  blancos por  la presión. —¿De dónde sacaron ese huevo? —dijo y nos miró. —Ya  le  conté  —comenzó  a  decir  Martha  y,  de  pronto,  su  voz  se  apagó. Comenzó a llorar en silencio. Miré a Huaman y este retrocedió un paso, dos. —Nos vamos —dije y cogí el huevo. —No pueden irse… —Qué ¿no los va a impedir? El tono de mi voz decía: ¿usted y cuántos más? —Tendré que reportarlo. —Haga lo que se le venga en gana. Vámonos, Martha. El doctor Huaman se interpuso entre nosotros y la salida. Me preparé para golpearlo con toda la fuerza de que me creía capaz. En ese momento llamaron a la puerta. Huaman me miró, luego a la puerta y vuelta a mí. Los golpes se repitieron insistentes. Quienquiera que fuese parecía apurado. —¡Va! —dijo Huaman. Abrió. Un hombre robusto y de ojos hundidos, vestido con guardapolvos, apareció en el umbral. —Doctor, tiene que venir a ver esto —tenía el rostro congestionado y sudoroso. Su frente era un mapa de arrugas—. Es urgente, las aves han enloquecido. —¿Qué? —Han comenzado a matarse entre ellas —dijo el hombre. Huaman salió dando un portazo y sentí un clic. —Hijo de puta —dije entre dientes y corrí hacia la puerta. Me sujeté al picaporte y lo zarandeé. Comenzaba a sudar por el esfuerzo cuando sentí un toque a mis espaldas. Cuando giré los ojos verdes de Martha me miraban sin rastro de llanto y con una chispa burlona en ellos. Me tomó de la mano. —Ven —dijo y tiró de mí. Abrió la puerta del baño y entonces vi la ventana abierta. La libertad, pensé. Todas las mujeres del mundo deberían tener próstata. Conduje el auto como un demonio que quiere escapar del cielo. Me comí un par de rojas. Fue una suerte que ningún patrullero nos detuviera, llegamos a la casa sin problemas. Martha permaneció en silencio todo el tiempo, con el huevo en su regazo, apretándolo contra sí como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. —¿No crees que estamos haciendo lo correcto? —preguntó, al fin. —No lo sé. —¡Es nuestro hijo! —¿Te has vuelto loca? —No grites. Una cosa era oponerme a alguien que quería arrebatarnos lo nuestro y otra aceptar que lo que vivía en el interior del huevo era mi hijo. —Vamos a tener problemas —dije con suavidad. —Nadie le creerá. —Parece mentira que en tantos años no conozcas a la gente. —Nadie lo sabrá. —Seguro —dije. La ironía es el refugio de los desesperados. —Ríete lo que quieras. Estoy convencida de que va a ser así. —Piensa, mi amor. En cuanto el Huaman ese tenga una oportunidad se nos echará encima. No va a perderse sus quince minutos de fama. —No los tendrá. Créeme, no va a pasar nada. —No sé de dónde te viene esa seguridad. —Tendrías que ser mujer para entenderlo. —No, gracias. Se alzó en su metro sesenta. —¿Tienes algo en contra de las mujeres? Le dí el esquinazo. Las dos semanas siguientes las pasamos en ascuas. Martha pidió una licencia y se quedó en casa. Ahora no me permitía acercarme al huevo. Tenía miedo, ¿cómo no tenerlo? Cada vez que tocaban a la puerta nos mirábamos aterrados y corríamos a escondernos en espera de que un ejército de científicos y gente del gobierno invadiera nuestra casa. El viernes, a pocas horas de que el huevo eclosionara, sonó el teléfono. Martha escribía algo en un diario que se había empeñado en llevar y yo leía un libro. El huevo yacía en un cesto de mimbre junto a ella. Después de lo que habíamos visto nos despreocupamos de las condiciones ambientales. No tenía importancia. —Voy a contestar —dije. —No lo hagas. —No podemos seguir así. Me levanté y sentí su mirada clavada en la nuca. Cogí el móvil y pulsé el botón de entrada. Era José. Lo despaché lo más pronto que pude. Le conté a Martha. —¿Qué quería ese? —Saber de nosotros. —Y, ¿a santo de qué tanta preocupación? —Huaman murió —dije al fin. Martha sonrió; sus ojos brillaron con malignidad. Sentí un escalofrío. —Se lo merece. —¡Martha! Abandonó su diario, se acercó al huevo y lo acarició con lentitud. —¿Qué le ocurrió? —José no sabe los detalles. Me contó que en la granja se formó un lío de madre. Todos los reproductores murieron. Se arruinó. Parece que no lo pudo resistir. La noticia salió en el periódico. —¿Algún comentario sobre nosotros? —Nada. —Te lo dije. —Y tú, ¿cómo lo supiste? Movió su cabeza en dirección al huevo —Él me lo dijo —Eso es estúpido. —Sí, lo mismo que casarme contigo. Me encerré en la biblioteca con la firme promesa de quedarme allí hasta podrirme. Me había comenzado a dormir frente a la pantalla de la computadora cuando tocaron a la puerta. —¿Puedo pasar? —la voz de Martha llegó débil a través de la madera. No dije ni sí ni no y la puerta se abrió. El huevo brillaba entre las manos pálidas de Martha. Su cáscara, ahora translucida, tenía el aspecto de un granate de color púrpura. Un sinfín de hilillos azules lo recorrían en tortuosos caminos que dibujaban formas caprichosas. Dicen que el amor no necesita de perdones; el matrimonio es otra cosa. —Perdona —dijo Martha y colocó el huevo sobre el escritorio, con delicadeza. Permanecí impertérrito. Ella avanzó, se sentó sobre el apoyabrazos y la madera crujió. Yo era el cebo de  una  antigua  vela  y  ella  el  fuego.  Me  besó  en  la  mejilla,  mis  manos permanecieron firmes aferradas a las rodillas. Retroceder nunca, rendirse jamás. Volvió  a besarme, mis manos no me obedecieron y la acariciaron. Estuvimos así, por un espacio de tiempo indeterminado, arrullándonos como palomas en primavera. Dos palomas viejas con un huevo gigante y sin nido. —Estoy muy ansiosa. —Te entiendo, yo también lo estoy. Por unos segundos me miró como si no me creyera, pero continúo abrazándome. —¿Me vas a acompañar? —Ya hemos hablado de esto. —Te necesito. No puedo hacerlo sola. —Martha… —Anda, vamos, no seas malito. —Es una locura —dije. Uno de los dos tenía que mantenerse racional. Se deshizo de mi abrazo. —Haz lo que quieras. Se incorporó, cogió el huevo y salió como una centella. La seguí, ella subía las escaleras cuando crucé el umbral de la puerta. —Martha —grité. Ella se volvió con brusquedad y…escuché algo parecido a un crujido. Martha gritó mientras su cuerpo se inclinaba y sus brazos se abrían. El grito se me antojo infinito. Ella cayó y el huevo voló por el aire. Martha… o el huevo. Me lancé como un portero desesperado que no quiere que le anoten el gol de la victoria. Creí tocar algo con mis manos en el justo momento que mis costillas chocaron contra el suelo. El aire se vació de mis pulmones y quedé tendido a todo lo largo. La oscuridad flotó en derredor. Una forma vaga en el aire parecía oscilar. Logré enfocar la mirada. El rostro asustado de Martha. —Mi amor, ¿estás bien? —De campeonato —me semiincorporé—. Ay. —Eres mi héroe —me besó con el ímpetu de una colegiala. —Valiente héroe. —¿Te acuerdas que te dije que regalar las cosas traía mala suerte? No me acordaba, pero si ella lo decía. Seguí su mirada. Un milagro. El huevo, descansaba incólume, sobre el felpudo a la entrada de la biblioteca. El ascenso fue penoso, algo así como escalar el Annapurna. Martha se había empecinado en que el huevo debía eclosionar en el lugar más alto de la casa. —No lo sé. Pero estoy segura de que tiene que ser así. Es curioso, yo también sentía lo mismo. Al llegar al cuarto me dejé caer en la cama. —No puedes estar ahí. —Es mi cama, ¿no? —Ahora es de él. Mascullé por lo bajo, y me levanté. Martha no pareció escucharme. —¡Se  mueve!  —exclamó  y  tuve  una  sensación  extraña,  como  si  algo  me pateara el vientre. Martha me miró, sorprendida —¿Tú también lo sientes? —No —negué. Martha sonrió, astuta. Avanzó y dejó el huevo en el centro de la cama. Luego volvió sobre sus pasos hasta colocarse a mi altura. —Apaga la luz —dijo. —¿Otra premonición? —Cariño… La obedecí. Quedamos en penumbras. Un caprichoso rayo de luna creaba una sombra circular en derredor del huevo. Se escuchó un crujido y mi corazón dio un salto. Y otro y otro y otro. Martha y yo nos tomamos de la mano.   Albino Hernández Pentón (La Habana, 1958) es médico especialista en Medicina Interna y radica en Perú desde hace más de una década. Es miembro de Coyllur, Sociedad Peruana de CFTF, y participó activamente en los talleres de creación narrativa Taller 7 CCF (Argentina) y Forjadores (Venezuela) dirigidos por Sergio Gaut vel Hartman y Susana Sussman, respectivamente. Tiene cuentos publicados en los e-zines Velero 25 y Axxón. Su relato Tiempo fue uno de los seleccionados para la Antología Visiones 2006 que edita la asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Su cuento Tres veces más pequeño fue incluido en la Antología Ciencia Ricción de cuentos humorísticos de ciencia ficción (Gente Nueva 2014).

El inmortal. Marlon Dumenigo

A manera de muestra les ofrecemos uno de los cuentos que aparecen en Korad 20. Escogimos El inmortal, un homenaje a quien es considerado por algunos el mejor pelotero de todos los tiempos, el cubano Martin Dihigo.  Su autor, Marlon Dumenigo, uno de los jóvenes más prometedores de la nueva hornada de escritores cubanos que cultivan el género fantástico. Un regalo para los amantes del beisbol y la literatura fantástica.

EL INMORTAL

por Marlon Dumenigo

El inmortal

Los gestos de sus compañeros desde el dugout le parecían distantes, en medio de los gritos de la afición, que le provocaban un nudo que nacía en el estómago y avanzaba paulatinamente hacia arriba, como si siguiera a aquello que le había dado origen, hasta aflorar en sus labios con la forma de un ligero temblor.

Se alejó unos metros del cajón de bateo, sujetó el madero a todo lo largo y repasó la sincronización de los movimientos de cadera y antebrazos con uno, dos, tres swings al aire, dejando una estela invisible antes de volver a ocupar su posición en el home, como si con ella pudiera desvanecer el espectro de imágenes de cada uno de los turnos importantes en que había fallado, y que desfilaban uno tras otro ante sus ojos, sin orden cronológico. Una sucesión de inconformidades consigo mismo que se vio interrumpida por la frenética algarabía levantada en las tribunas, cuando el pitcher colocó su pie derecho sobre el box para iniciar el windup.

Tensó los músculos del abdomen al adoptar la posición de bateo, levantó el codo y paseó la mirada por el infield, donde sus tres compañeros en base aguardaban expectantes ese lanzamiento que rompería el equilibrio de tres bolas y dos strikes representado con números rojos en la pizarra electrónica del estadio, junto a los dos ceros que señalaban empate al cierre del noveno. Esta vez no podía ser igual, pensó. Era el turno al bate más importante de su carrera (podía colmar de glorias y festejos al equipo dándole el primer campeonato de su historia, y, al mismo tiempo, borrar ese asomo de incapacidad asociado a su apellido para conectar a la hora cero: esos segundos o minutos en que se decidía el resultado de un juego) y casi había tenido que implorarle al director del equipo para no ser sustituido por un emergente.

Esta vez no fallaría. Había seguido todas las instrucciones dictadas por el palero, volvió a repetirse en silencio mientras observaba los movimientos del pitcher y aguardaba los instantes necesarios para lograr un buen contacto con la bola. El lanzamiento: una curva lenta que describió una parábola muy alta, el swing… y la pelota fue a estrellarse contra la cerca del jardín izquierdo.

No supo entonces si fueron segundos o minutos, el tiempo que transcurrió antes de que pudiera empezar a correr sin demasiada velocidad hasta detenerse en la intermedia, y levantar los brazos en señal de triunfo, con ese insoluble alarde que al fin alcanzaba a saborear, aunque no le perteneciera enteramente, al menos no del todo, al menos casi nada… Pero ahora solo le importaba el deleite. El ser llevado en hombros por sus compañeros mientras era seguido por miles de miradas incapaces de distinguir esa otra figura, enorme y etérea, semejante a un diamante negro cubierto por un uniforme de béisbol. Esa que también había hecho el swing un momento atrás, impulsando el madero con todas las fuerzas de sus manazas, y ahora sonreía a su lado con la lisura natural de los que saben que han existido y han dejado de existir (de la manera más convencional) solo para seguir provocando esas emociones que jamás podrían captarse del todo en ninguna de las cámaras enfocadas hacia los cientos de fanáticos que, contagiados por la efusión, desafiando en medio de gritos y empujones al cordón policial organizado para retener su avance, se habían lanzado al terreno para acercarse al nudo de jugadores que todavía se abrazaban con lágrimas en los ojos.

Los fuegos artificiales estallaban uno tras otro en los alrededores del estadio, el cartel de campeones resplandecía con grandes letras en la pizarra del center field. Él, aún no terminaba de creerlo al mirar las tribunas coreando su nombre: Él, que solo había sido el instrumento, apenas el simple medio visible que sujetó el madero y realizó el swing, sin más mérito que el de haber buscado la materia prima necesaria (el fragmento de hueso humano, un tabaco, la corteza de ceiba, los dos caracoles y el gallo negro); y el de arribar en alguna madrugada hasta aquella tumba del cementerio de Cruces, para repetir tres veces un nombre donde las letras parecían haber existido desde siempre solo para formarlo: Dihigo, Martín Dihigo, Dihigo… mientras el palero a su lado dejaba escapar bocanadas de humo de tabaco y regaba sobre la tierra, alrededor de la bóveda, la sangre aún tibia del gallo decapitado.

 

MARLON DARIEL DUMENIGO PAU (Trinidad, 1987).

Narrador. Ingeniero en Ciencias Informáticas. Miembro del Taller Literario José Martí de la Casa de Cultura de Trinidad y del Taller de Literatura Fantástica Espacio Abierto. Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio en Poesía y Mención en Narrativa en el Encuentro-Debate del Taller Literario Municipal, Trinidad, 2011. Mención en Poesía en el Encuentro-Debate Provincial de Talleres Literarios, Sancti Spíritus, 2011. Mención en el Concurso de Cuentos La Casa Tomada 2011. Mención en la categoría de Cuento Fantástico en el Concurso Oscar Hurtado 2012. Mención en Cuento (en la Categoría de Autor Inédito) en el Concurso Mabuya 2012. Ha publicado en la antología Los cuerpos del deseo y su cuento Cordón Umbilical apareció en Korad 10