U
n cuerpo entre el centeno
Ernesto A. Guerra Valdés
Ilustración: Anette Hardy Sosa
Inicio de registro…
Abro los ojos. Mis padres están dormidos hace dos horas. Me acaricio la cabeza. No tengo pelo, lo he perdido, dicen ellos que por los medicamentos.
Ya no me debo poner más sueros, ni recibir más radiaciones, ni tomar las pastillas de colores de cada día de la semana. No puedo ver a Saana, mi mejor amiga de la quimio, porque Saana no quiere verme; aunque estoy seguro de que la razón es otra.
Mis padres cuchichean a toda hora, y a cada rato mamá empieza a llorar. Nos hemos mudado del centro de la ciudad hacia una parte más tranquila, y por tranquila, me refiero a aislada. Dicen que el aire es más puro, pero lo dudo. En este planeta nada queda puro, y menos el aire.
Saana tiene que estar muerta. Eso podría explicarlo todo. Eso, o que fue asesinada por algún androide loco, de esos que han adquirido el virus de los Discípulos de Ja’bhk’arr. En mi clase había una niña ja’bhk’arrí y fue expulsada de la escuela. Después de los atentados en el Centro nadie confía en ellos y han sido reubicados por el sistema en Campos de Bienestar. La última vez que el odio de apoderó de este lugar los inocentes fueron allí y terminaron fritos por una explosión… a doce kilómetros de allí.
Hay algo raro en el ambiente, además de la radiactividad y las frecuentes tormentas del invierno nuclear.
Hoy se conmemora un mes de la masacre de Avinia. Dicen mis padres que ese día fue el que caí desmayado a la entrada de la casa y, por suerte, no me llevaron a la escuela. Ese desmayo separó mi vida de la muerte, aunque irónicamente la acercó. Cada ataque de esos que me da mata un grupo importante de neuronas; son como electroshocks de mi cerebro que intenta freír el cáncer que me come la cabeza.
Cuando desperté en el hospital, habían pasado cuatro días de inconsciencia. Quisiera recordar algo, pero fue como volver a nacer. En cuanto me dieron el alta, lo más veloz que se pudo recogimos nuestras pertenencias y vinimos a vivir acá. No es el paraíso, ni está Saana; pero la casa es bonita, al menos lo que he podido ver. Aún no he visto todo, y no por falta de voluntad. La habitación pintada de rojo del segundo piso no puedo abrirla. Dicen mis padres que la olvide, que no aparece la llave, pero en ese espacio ocioso podría instalar mi consola de simulación que, por cierto, debo llevar a Soporte Técnico.
Resulta que anoche la desempaqué al fin y, al ingresar los datos de voz, no me reconoce. Intenté con los patrones de huellas y nada, como si me la hubieran cambiado. Traté de resetearla por el botón de emergencia, pero si lo hago pierdo la garantía.
Desde el desmayo he tenido trece pesadillas. Trece. Bueno, más bien trece repeticiones de la misma. Es como ver una película trece veces para, en cada ocasión, descubrir un detalle que se escapó. Siempre estoy llegando a la escuela allá en Avinia. Desciendo, con mi maleta y mi uniforme, y coloco el primer pie en el césped del lugar. Cuando atravieso la cerca, veo a un chico vestido como los Discípulos de Ja’bhk’arr que me mira con odio. Acto seguido todo se pone confuso. Él me sonríe y saca del interior de su gaffar verde y dorado una especie de pistola y comienza a dispararme. Las balas me atraviesan la frente dos veces, y una tercera me destroza el pómulo derecho.
Otro chico, al parecer un radical intolerante aprovecha para dispararle al ja’bhk’arrí y así comienza un caos bastante raro, en lo que mi cuerpo sigue ahí, en el suelo, desangrado y deforme.
Entonces me levanto. No siento sudor, ni falta de aire, ni el corazón acelerado. Algo me dice que estoy asustado, pero no sé qué. Me acaricio el pómulo y me toco la frente. Todo en orden, algo tibio. Creo que mi temperatura corporal es más baja que la de los otros.
Pregunté a mamá por la masacre de Avinia y me dijo que, al parecer, aquello me había impresionado demasiado. Que dejara de pensar en lo que sucedió, aunque la verdad es que saber que tus amigos y compañeros de clase, profesores y hasta jardineros fueron cosidos a disparos, y que la sangre corrió por todos los pasillos del instituto como en el clásico del siglo XX El Resplandor, no es precisamente una motivación para dejar de pensar.
Mi trauma está hondo. Creo que el hecho de que un Discípulo de Ja’bhk’arr aparezca en mis trece pesadillas, se debe a que el sospechoso de la masacre es de esa secta. No diré como otros que “debían morir todos”. No pienso ponerme carteles en la Redes de Simulación Comunitaria como “Todos Somos Avinia”, porque no soy Avinia. No estuve allí, y por más que me esfuerce no puedo sentir nada. Ni amor, ni lástima, ni tristeza. La lógica me indica que fue terrible, pero no me importa. Y no me siento mal de que no me importe.
Estoy muy seguro de que tampoco soy capaz de llorar, aunque me lo propusiera. ¿Algo que sí podría hacerme feliz? Que mi consola funcionara. Aún es de madrugada, mis padres no sabrán que salí de casa, así que sin pensarlo mucho me visto y la busco entre las cosas que desempaqué.
En cada ciudad hay una estación de Soporte Técnico para Consolas de Simulación. Si activo el GPS de mi intercomunicador integrado, puedo encontrar la más cercana… ¡Rayos! ¡Aún no me reinstalan el intercomunicador! Tendría que pasar de nuevo por la anestesia y el láser, para levantar la piel de la palma de mi mano e insertar el chip.
Eso haré en cuanto amanezca, sin mirar atrás. Después de mi desmayo en Avinia, mi mundo se ha desordenado de maneras que no puedo controlar. Necesito de alguna forma recomponerlo, tratar de insertarme entre tanta porquería.
Lo único que me salva de volverme loco es que el cáncer ya no me afecta. Siento como si el desmayo hubiera sido el preámbulo a la curación definitiva, o puede que sea el Gran Final, ese momento en que todo va bien y el cáncer solo te da un subidón de energía para que se te pase la tristeza y puedas morir con una sonrisa.
Así que a las dos y cuarenta y siete minutos de la madrugada tomo un abrigo, me lo tiro por encima del piyama y envuelvo la Consola entre unos pañuelos. No es tan grande, a lo sumo tiene unos cinco centímetros de largo y ancho, por dos de alto. Es inalámbrica, e incorpora algunos accesorios, como los chips cerebrales que van pegados detrás de la oreja y envían las señales de imagen y sonido hasta los receptores adecuados, una experiencia inmersiva. Además, un micrófono y los guantes dactilares, que son unos puntitos de algo que parece plastilina y se adhiere a los dedos de las manos y los pies. Esos también los llevo, en el bolsillo trasero.
De madrugada hay unos drones que surcan el cielo para escanear personas y androides, dado lo delicado de la situación que vivimos. Básicamente se trata de detectar si el virus de los ja’bhk’arríes está inoculado en las máquinas, y si las personas portan algún artefacto sospechoso, como explosivos.
Merodeo un poco por la zona. La parte de más ajetreo parece ser a unos dos kilómetros, según calculo rápidamente a vista.
Mis padres se empeñaron en tenerme alejado de la civilización, pero todos los pueblos tienen un centro más o menos activo.
Por alguna razón, decido que podría correr hasta donde se ven las luces. No me gusta mucho correr, porque enseguida empiezo a sentirme cada vez más y más mal, hasta que respirar se hace una especie de tortura, que comienza con un picor en los pulmones y se extiende por mis vías respiratorias hasta tener la sensación de que, en lugar de oxígeno, lo que entra por mi nariz y alcanzaba la laringe son miles de puntillas calientes.
Esta vez no es así. Corro como nunca lo he hecho, seguro de mis pasos y con pisada firme. De haberme filmado, podría hasta musicalizarme con algún fondo épico. El aire zumba cerca de mis oídos y golpea mi ropa, haciendo que se pegue a mi cuerpo. Las piernas no me duelen, y respirar me es relativamente fácil. No me agito, ni se me acelera el pulso, ni aparecen las puntillas calientes. Todo es perfecto.
Aunque las nubes de polvo y ceniza cubren todavía el cielo y el frío nuclear es insoportable; aunque las plantas a mi alrededor están calcinadas y llenas de radiactividad, es una vida nueva. Hermosa. Y la disfruto bastante.
En menos tiempo del que imaginé alcanzo la meta. La calle está bastante desolada para estas horas. Luego recuerdo que no estoy en la ciudad, ni nada parecido. La gente fuera de Avinia no es igual de noctámbula. Solo hay un par de mujeres, evidentemente prostitutas, paradas en una esquina. Me hacen una seña obscena, que incluye lamerse los dedos y acariciarse alguna parte lujuriosa de su cuerpo.
Les niego con la cabeza.
Entonces veo un gran cartel verde que imita al cubo de Rubik, pulcramente armado. Es una oficina de Soporte Técnico para Consolas de Simulación, SOTEC, por sus siglas. Y está abierta.
Como es de esperar a las tres de la mañana, el sitio no está precisamente concurrido. El encargado del turno de encuentra sentado tras el mostrador, leyendo alguna especie de libro. Levanta la vista y me observa por encima de sus gafas de montura plástica, un objeto anacrónico para los tiempos que corren.
El local tiene algunos neones y pósters de rostros sonrientes mirando al vacío, viviendo una experiencia inmersiva. Está, a pesar de todo, poco iluminado. Los neones parpadeaban a cada rato, dejando en la retina desorientada. De haber sido epiléptico, podría padecer de un ataque en este instante. La poca luz fija que entra es producto de las edificaciones que circundan la estación del SOTEC.
Seguramente el libro tiene tinta electrónica o algún material de alta reflexión de la luz, porque es prácticamente imposible ver cualquier tipografía sobre papel en estas condiciones.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Me mira con curiosidad. No debe estar adaptado a que nadie aparezca en las oficinas a estas horas, y menos en un pueblo alejado de la capital.
—Mi consola —le digo—. Está rota.
La voz me tiembla un poco. Parece como generada por una máquina.
—Sígueme.
Se levanta de su silla detrás del mostrador y me conduce por una puerta lateral hacia un largo pasillo, esta vez con buena iluminación. Solo se escuchan nuestros pasos y un ruido extraño, como de microprocesador. Algo me dice que este tipo es un androide. Solo rezo por que no tenga el virus ja’bhk’arrí y no le dé por montar un show terrorista a costa mía.
—No debes tener ni 18 años, ¿no?
El dependiente sigue con un cigarro en la izquierda y mantiene el libro en la derecha. Alcanzo a ver que es El guardián entre el centeno, de J. D. Sallinger.
—Ya lo leí —digo.
Mi interlocutor, aún delante de mí y sin darme el frente, deja escapar una nube de humo entre carcajadas.
—Eres un poco automático, ¿no te parece?
—Mi nombre es Gaddier. Mis padres se llaman Salvador y Lucía.
La respuesta se me escapa de los labios. Ni siquiera pienso lo que digo y, peor aún, no tengo la menor idea de por qué lo digo.
El hombre hace una seña como de que él se lava las manos y entra a una puerta a su izquierda. Lo sigo y me encuentro una habitación pequeña, con trastos acumulados hasta el techo. En el centro, una mesa con una potente lámpara y algunas herramientas pequeñas.
Se sienta, deja que el cigarrillo se consuma en una esquina de la pieza de madera y se coloca unos dispositivos de visión bastante antiguos.
—Me gusta hacer las cosas a la vieja usanza. Dame tu Consola.
Se la tiendo y la examina por unos segundos.
—Bastante nueva. Muy buena marca; tu familia debe haberse gastado bastantes unidades de intercambio en esto.
Siguió detallándola cerca de dos minutos, repasando su ensamblaje.
—¿Trajiste los accesorios?
Asiento y los extraigo de mi bolsillo trasero.
—Bonito piyama, por cierto.
Hace algunas pruebas a los accesorios con un destornillador de punta muy fina.
—Todo parece estar en orden. ¿Cuál es exactamente el problema?
—No reconoce mi voz ni mis huellas.
—Ya entiendo. Los sensores no presentan ninguna dificultad. A ver, prueba hacerlo ahora.
Enciende la consola y coloco cada dispositivo en su lugar. Automáticamente veo delante de mí el cartel de acceso al portal de usuario. Tecleo en el aire mi usuario y pronuncio la contraseña de voz.
—¿Asimov? —pregunta el encargado de SOTEC, divertido.
—Mira —le extiendo los proyectores retinales y los coloco superpuestos sobre sus ojos.
—Tienes razón. No te identifica correctamente. ¿La reiniciaste?
—Ya hice todo lo que indica el manual. No la reseteé porque pierdo la garantía.
El hombre sonríe. El sello de garantía está intacto, así que procede a romperlo delicadamente con unas pinzas minúsculas. Luego saca cada uno de los tornillos que sujetan la placa madre a la carcasa y con un cepillito limpia su interior. No está muy sucio.
Según me dice el mecánico, todo está en orden con el hardware, y el software se encuentra correctamente actualizado. Así que a base de prueba y error debo detectar el fallo.
—Intentaré probar con mis datos —me dice tras pensar unos minutos.
Toma mi consola y la activa con su usuario y contraseña de voz.
—La simulación inició correctamente. Así que el problema debe estar en tu usuario y contraseña.
Tal vez es eso. Sin embargo, la consola detecta al usuario y, si otro trataba de entrar le decía que su contraseña era incorrecta. En mi caso no, me dice que es imposible iniciar la simulación.
Error 532.
Le digo al bizarro técnico esos detalles y se queda pensativo.
—No es común este error. Tal vez sea un fallo del sistema, o un bug de la programación.
Me parece un pretexto tonto. El software de simulación no tenía bugs desde la versión estable 25, y ya va por la 40.
—¿Y de qué es ese error? —pregunto.
—Lo siento mucho, pero es información confidencial.
Hace una pausa.
—Esta es la garantía –escribe un pedazo de papel. Traza garabatos con apuro, un poco nervioso. Me da la nota, una fe de que el SOTEC me había examinado la consola y no tenía ningún problema que ellos pudieran arreglar.
—Con esto —me dijo—, debes ir a una tienda de consolas y, con tus datos, solicitar que te repongan el modelo y de no haberlo te deben hacer un reembolso. Ahora vete. Un gusto conocerte, Gaddier.
Luego me muestra la salida, no sin antes devolverme mi consola con los accesorios. La envuelvo de nuevo entre los paños e intento leer el papel que me había dado.
—Es mejor que hagas eso luego, ¿no te parece?
Le agradezco por la ayuda y me marcho del sitio.
Una vez en la calle, aprovecho la iluminación para leer la nota. Tiene una dirección web, que examinaré en cuanto encuentre algún centro de conexión multimedia.
Los centros de conexión multimedia son una manera muy limitada de navegar por la red. Tienes derecho a consultar algunas páginas de texto, pero son algunos remanentes de la era Wiki, y van en contra de los principios de funcionabilidad, anonimato e inmersividad que estaban tan de moda. No me importa. El link tiene entre paréntesis una especificación, y es que se trata de un foro de texto.
De camino a casa paso por delante de un establecimiento en el que unos androides bailan desnudos por unas pocas unidades de intercambio. El realismo de los androides en esta época es atroz, a veces son muy pocos los detalles que te llevan a comprobar que, efectivamente, te encuentras frente a uno de ellos.
Ahora está muy de moda el tema de la clonación humano-androide. Se trata de una abominación; pero supongo que las personas podemos ser muy apegados a los seres queridos, y después de tantos millones de años gastados en evolución, la razón aun no encuentra un consenso feliz con la idea de la muerte.
Si tu madre ha muerto, no hay necesidad de volcar su contenido genético en una máquina que simule su existencia. Al final la vida continúa y, a pesar de los altos estándares de simulación, sigue siendo un trozo de código informático que interpreta un código genético y conductual. Un cuerpo de androide no puede envejecer para siempre, ni crecer, ni encorvarse. No es capaz de sentir ni padecer; no se enferma, ni tiene dolores musculares. Un cuerpo de androide es perfecto y el humano es lo opuesto.
Regreso a casa en un tranvía muy anticuado, de los que van pegados a los raíles y no en el aire, por magnetismo. Es un transporte público gratis que el gobierno intenta rescatar de la vieja época, pues no tiene piezas radiactivas como la mayoría de las cosas hoy día. Comienza una lluvia repentina. Es ácida, pero no muy perjudicial para el cuerpo humano. El tranvía solo lleva a tres personas aparte de mí. Cuando hace una pausa me siento junto a un señor barbudo que va dormido. Elijo sentarme allí porque es la única ventanilla que va abierta. Las demás están clausuradas para evitar algún intento de abordaje terrorista ja’bhk’arrí, o el lanzamiento de alguna botella incendiaria, como pasó en Veronia el año pasado.
El señor respira apaciblemente, y puedo escuchar el sonido de su microprocesador. Debe ser biónico, pues su piel está deteriorada y llena de pecas y arrugas. Los drones son perfectos y hermosos, con la piel lisa como un adolescente.
—Aléjate de mí —dice, aún sin abrir los ojos. Le faltan algunos dientes y no huele muy bien. Me habla con calma y firmeza a la vez.
—Aléjate o le digo a todo el mundo qué eres tú.
El hombre debe estar loco, pero no me arriesgo a comprobarlo. Desciendo del tranvía a pocos metros de casa. Camino apurado, porque las cuatro de la mañana es una pésima hora para sufrir del frío nuclear. La lluvia golpea mi cara y me baña en cuerpo. A ella se exponen mi rostro, mi cabeza rapada y las manos. Protejo la consola contra mi pecho.
Las luces de mi casa están encendidas, así que mis padres se percataron de que me escapé de ellos. Hice algo muy parecido a los nueve años, cuando supe que tener cáncer era sinónimo de morirse, y hasta la policía salió a buscarme.
Pero esta vez, todo es diferente. Cuando entro a la casa están alterados, respirando rápido. Escucho a mi padre decir algo así como que todo había sido idea de mi madre, y que él no iba a pagar las consecuencias.
—También es tu hijo —grita mi madre.
—No estoy tan seguro…
Ambos notan mi presencia.
—¿Dónde estabas a esta hora?
No me interesa lo que me pueda decir.
—Me voy a morir —digo.
Mi madre ahoga un grito. Mi padre cierra el puño y se pone rojo. Una a una se le marcan las venas del cuello, como si la furia subiera desde alguna parte de su pecho hasta la garganta.
—No puedes morirte. No puedes morirte —grita.
Es impresionante el optimismo de los padres, tan inadaptados a la idea de que el hijo no los sobreviva.
—Tengo cáncer. Me está comiendo la médula. Me voy a morir.
Subo las escaleras con tranquilidad. Me enfilo a mi cuarto y veo que sale una luz al pasillo en una parte que nunca había visto. Parece que, buscándome, dejaron abierta la habitación que no se usa. Como un insecto camino hacia la luz y cuando estoy a punto de alcanzarla, me agarran del brazo derecho, desde atrás. Es mi madre.
—Ve a descansar, hijo mío.
—No tengo sueño.
—Vete a tu cuarto, te lo ruego.
—Mamá…
—No me hagas repetírtelo de nuevo.
—Necesito mi intercomunicador.
Mi madre hace una pausa que no alcanzo a comprender. Se me hace muy difícil eso de las emociones.
—Te compramos un intercomunicador externo. Tu condición es muy delicada para la microcirugía.
Sin decir nada entro en la habitación y cierro la puerta. El intercomunicador está encima de mi cama. Mi madre la tendió. Lo desempaco poco a poco, tratando de que no se me caiga.
Los intercomunicadores externos son iguales que los regulares pero su vida de uso es más limitada. Cuando se les agota la batería maestra hay que comprar otro.
Al encenderlo, abro el navegador inmersivo. Escribo la dirección que el empleado de SOTEC me apuntó y se carga en microsegundos. El foro es bastante feo. Tiene los hilos principales y un cartel que indica que no se trata de una web inmersiva. Parece que se trata de una página de estilo antiguo, programado en algún código anterior al IWS.
Encuentro el tema que se llama Error 532. Lo abro y comienzo a leer. Las líneas se me empiezan a volver confusas. Empiezo de nuevo y lo entiendo mejor. El error 532 está relacionado con la cuenta de personas fallecidas en el entorno de simulación. Es decir, que el sistema me reconoce como un fallecido.
Lo peor del caso, es que el Entorno Simulativo está conectado directamente con los servidores del gobierno, así que las bajas de personas se realizan de manera sincronizada. No puede haber un error. ¿Qué tipo de juego macabro hacen mis padres? ¿Acaso simularon mi muerte para alejarme de la ola ja’bhk’arrí?
Entonces, por primera vez en estos días me atrevo a abrir mi buzón de mensajes. Intento con mis datos habituales, pero me dice que el usuario ha sido eliminado del sistema. Comienzo a preocuparme. Es como si, de pronto, hubiera dejado de existir. En este mundo, si no existe en el Entorno Simulativo, no existes para el resto de las personas. Intento abrir mi blog personal pero nada. Me sale la imagen de una ballenita con un gran signo de exclamación en la cabeza, y un texto debajo:
Parece que el link solicitado no está disponible. Inténtelo de nuevo.
Pruebo tres veces más, sin lograr resultados diferentes. Comienzo a rozar la locura.
Me quedo atento unos segundos. Parece que mis padres siguen discutiendo. Escucho que uno de ellos da un portazo y me asomo a la ventana. Veo a mi padre alejarse en su automóvil, bajo la lluvia. Mi madre solloza por unos minutos hasta que siento que entra a su habitación. Escucho de nuevo el sonido de microprocesador, al parecer del intercomunicador. Cierro bien la puerta y hago una búsqueda en Searcher.
Tecleo en el aire «Avinia, tiroteo, muertos». Me devuelve una página con el mensaje de que no tengo acceso al servicio solicitado:
Acceso denegado. Avinia; terrorismo; atentado; muertos; muerte; términos baneados.
Contacte al proveedor de servicio.
Lanzo el intercomunicador contra una pared, en un ataque de rabia. Registro los cajones de mi armario en busca de alguna pastilla que me calme y me percato de que mi habitación está libre de medicamentos y objetos punzantes. Mi pisapapeles de la antigua Torre Eiffel ha desaparecido, junto con mis espadas medievales de colección que siempre cuelgo en las paredes. No hay cajas de mudanza tampoco.
Abro con cuidado la puerta y bajo en silencio, hasta la cocina. No están ninguno de los alimentos de mi dieta especial. En el estante e las medicinas solo hay algunos calmantes comunes y pastillas para la tos.
Entonces, encima de la mesa veo las llaves. Parece que con la discusión mi madre olvidó por completo llevarlas arriba. Tengo acceso a todo en la casa excepto a la habitación pintada de rojo del segundo piso. Cuando traté de entrar, horas atrás, mi madre parecía muy nerviosa, y estoy seguro de que esconde algo. Saana tiene que estar muerta, y ellos no saben cómo decirlo. La habitación pintada de rojo debe ser el estudio de papá, y allí seguro tiene buena conexión, sin contenidos restringidos en la red.
Tomo las llaves y subo despacio, intentando no hacer ruido. Parece que mi madre se durmió. La abro despacio y no enciendo la luz. Cierro la puerta y, a tientas, me acerco a un viejo ordenador holográfico que tiene mi padre. Dejo que cargue el sistema unos segundos y aparece la pantalla de autenticación.
La contraseña es mi nombre con el año de nacimiento. Mi padre no sabe que lo descubrí hace mucho. En cuanto entro a su sesión, se activa el buzón de mensajes, y una ventana parpadeante indica que tiene dos sin leer. Lo abro y encuentro que son facturas y anuncios, pero antes de cerrar, veo uno de Saana, con fecha posterior a la masacre de Avinia. Lo abro apresuradamente:
Sr. Salva:
No he parado de llorar desde que supe la noticia. Mi madre no me dejará ir al funeral de Gaddier por más que le he rogado. Quiero que sepa que AQUÍ ESTOY PARA LO QUE NECESITE. No sé si vuelva a la escuela después de todo lo sucedido. No sé si pueda salir de las Redes Comunitarias de Simulación o si me atreva a ir a terapia. Gaddier era mi vida. Sé que soy joven para decir algo así, pero es lo que siento. Lo acompaño en el dolor.
Leo cinco veces el mensaje. Aún sin recuperarme, veo el siguiente, a nombre de un directivo de la empresa de papá:
Salvador:
Hemos acogido con dolor la noticia de la pérdida de tu hijo. También lamentamos que dejes nuestra empresa y te marches, pero es tu voluntad y la respetamos. Te adjuntamos el enlace del dinero de la liquidación y un plus por tus buenos servicios en estos años. Espero que te sirva para construir una vida nueva. Mantener vivo el recuerdo de tu hijo puede ayudar, aunque mi sugerencia es que sigas adelante. La vida no es justa. Las puertas estarán abiertas por si quieres regresar.
Así, uno a uno leo veinte mensajes de pésame referidos a mi muerte. Algo muy extraño había sucedido, o mi padre había hecho una jugarreta a las compañías de seguro que no cubrían mi muerte por cáncer, para agenciarse una vida mejor.
Sin pensarlo mucho, abrí el Searcher. Luego le di a Historial, para ver qué había buscado mi padre en esos días. La masacre de Avinia no aparecía en ninguna de las entradas, aunque hay un tema recurrente en las webs visitadas: clonación humano-androide.
Aunque es un tema polémico y de moda, nunca me pareció que mi padre estuviera particularmente interesado. Él fue criado de manera muy tradicional, bastante alejado de la capital. Y así me enseñó. No odio a los androides, pero todo tiene un límite. Para él, nadie tiene derecho a crear o destruir la vida. Para mí tampoco.
Tocan a la puerta. Me asusto y trato de salir de delante del ordenador holográfico y caigo de bruces contra una superficie que suena como el cristal. La palpo por encima de una tela que la oculta. Intento ponerme en pie, apoyándome en la tela y termino por caerme de nuevo. Sin proponérmelo he destapado algo grande. Algo que me rebasa.
Solo escucho el sonido del microprocesador y mi respiración. Sigo analizando lo que está delante de mí, un poco atemorizado.
En un recipiente de cristal gigante veo mi cuerpo, sin vida. Estoy pálido, flotando en el éter, con el pómulo roto y los ojos cerrados. Mi frente está trepanada por dos lugares diferentes. Es mi cadáver.
Enciendo la luz de la habitación y escucho un pitido que viene de mi pierna derecha. Me quito el pantalón y veo una luminiscencia parpadeante.
Batería Baja. Proceda a la recarga.
En calzones, salgo de la habitación. Comienzo a sentir mucho sueño. Bajo las escaleras y encuentro a mi madre hablando con dos policías, acompañados de un dron.
—Gaddier, hijo, vete arriba —me dice nerviosa.
—Dime qué está sucediendo.
—Vete arriba te dije.
Entonces una lucecita se posa en el centro de mi pecho. Viene de la muñeca de uno de los agentes. En microsegundos mi madre lo golpea y sale un disparo que me da de lleno en el brazo derecho, dejando un reguero de cables y conexiones de fibra óptica al descubierto. El otro policía neutraliza a mi madre y la somete contra el suelo. El dron me está apuntando. Mi madre grita, llena de dolor, y puedo escuchar cómo se quiebra uno de sus huesos.
—Detente, por favor.
Estoy rogando. Entiendo poco, pero necesito detener toda esa situación tan extraña. Unos faros iluminan la ventana a mi derecha y supongo que es mi padre, que ha regresado.
–Estás arrestado –me dice el guardián que golpeó mi madre–. Serás llevado a desactivar.
–¿Desactivar?
Mi madre sigue llorando en el suelo y yo inmóvil, sin atinar a nada.
–Eres un androide fabricado con tecnología ja’bhk’arrí. Fuiste denunciado por un especialista de la SOTEC y detectado por nuestro sistema de seguridad en el transporte público.
–Madre ¿de qué hablan?
Ella sigue sollozando sin control, hasta que el guardián que me hablaba cae fulminado. El que somete a mi madre eleva su muñeca y apunta a todas partes. Se escucha un zumbido y también cae al suelo. El dron me dispara y segundos después también se derrumba. Mi madre se incorpora y, con el brazo deforme, comienza a arrastrar sus pasos hacia la cocina.
Desciendo las escaleras. El brazo se me cae y sigo avanzando, sintiendo mucho sueño. Entonces descubro que ahí está mi padre, con un rifle láser aún al rojo vivo. Debo estar hecho un desastre. El último disparo del dron me atravesó el pecho y escucho el sonido del microprocesador más fuerte aún.
—Papá.
Alcanzo a decir.
—Te dije que nos iba a engañar, Lucía —dice él apuntándome.
Me detengo. Me miro la mano sana. La piel comienza a mostrar unos manchones de color marrón. Deben ser producto de la lluvia ácida.
—Parecía un médico serio, Salva —dice mi madre entre sollozos—. Él me dijo que traería a mi hijo de vuelta y aquí está.
—Te dije que este no es mi hijo —grita mi padre. Está muy furioso—. Mi hijo está en un contenedor gigante, en mi oficina. ¿Por qué? ¡Porque tú no puedes aceptar que se marchó!
—Es mi hijo, ¿qué quieres que haga? Yo lo llevé en mi vientre, yo lo acuné, yo le puse Gaddier como mi abuelo. Es mi hijo, Salva.
—Nuestro hijo, Lucía.
Ambos hacen una pausa. Quiero llorar pero al parecer las lágrimas no están incluidas en este cuerpo artificial.
—Mamá, papá…
Mi padre me apunta. Mi madre intenta quitarle el rifle pero su mano es inservible y la que tiene sana no posee fuerza ninguna.
—No somos tus padres. Tú eres una aberración —grita mi padre.
—Se está quedando sin batería, Salva. Vamos a conectarlo, por favor.
Mamá está fuera de sí. Los ojos tienen un brillo poco común en la gente; mira al vacío y habla muy rápido. Repite una y otra vez que soy su hijito y que no me podrán hacer daño nunca más.
Entonces lo entiendo. Soy un clon. El remanente de un hijo al que ambos amaron pero que el odio sectario se llevó antes de tiempo, porque a fin de cuentas el cáncer haría el mismo trabajo. Soy una copia, no me quieren por lo que soy sino por lo que nunca fui. Intentan amar a una máquina porque luce como un ser humano.
No sé de dónde vienen estos impulsos eléctricos tan parecidos a los sentimientos. O tal vez es la lógica detrás de la máquina la que me da a escoger. Cuando pase el tiempo se habrán cansado de tener por siempre un hijo adolescente que no crece, y me cambiarán por otra máquina que pueda comportarse como su hijo adulto.
Me acerco entonces al rifle de mi padre. Lo agarro con la mano que me queda y siento que todavía está caliente. El mundo a mi alrededor empieza a perder revoluciones, y el pitido de la batería se hace más intenso.
Apunto el cañón al microprocesador en mi cabeza y, antes de apretar el gatillo, digo:
—Entiérrenme entre el centeno.
Fin del registro por falla del sistema. Error 532